viernes, 10 de octubre de 2014

MAGDALENA PENITENTE PAOLO CALIARI " EL VERONÉS "


MAGDALENA PENITENTE 1581
Magdalena penitente
óleo sobre lienzo 122 x 105 cm
Madrid, Museo Nacional del Prado








Estamos ante una obra tardía del Veronés ( está fechada en 1583, el mismo año que Felipe II le encargaba una Anunciación para el Altar Mayor de El Escorial ) que refleja perfectamente la transformaciones que estaban teniendo lugar en la pintura religiosa veneciana en torno a 1580. No se trataba solamente de un nuevo orden de prioridades impuesto por el Concilio de Trento con su énfasis en ciertos temas como la Eucaristía o el martirio de los santos , sino también del celo con que la Inquisición- ante la que el Veronés ya había tenido que dar explicaciones en 1571 por su Cena en la casa de Leví- pasó a velar por el decoro en el tratamiento de los temas sacros. Todos los pintores  venecianos - desde el anciano Tiziano al joven Palma- adecuaron sus pinturas a estas demandas , aunque cada uno respondiera de una manera distinta a las nuevas exigencias . La opción del Veronés está marcada por un consciente abandono de la fastuosa teatralidad que había acompañado sus composiciones religiosas en décadas anteriores y por la emotiva búsqueda de una espiritualidad más íntima y sosegada. Este nuevo estado anímico llevó aparejado un cambio en los aspectos formales de su pintura, donde asistimos a una progresiva simplificación compositiva , a un obscurecimiento de la paleta cromática , y a la adopción de un estilo más abocetado. El resultado son obras de concentrada emotividad en las que ha sido eliminado cualquier detalle accesorio que pudiera distraer la atención del creyente.





Las características antes enunciadas son fácilmente perceptibles en la Magdalena penitente que aquí vemos . La composición está resuelta con una gran economía de medios . Un crucifijo , una calavera, un libro y unas ramas al fondo son todo lo que necesita el Veronés para ambientar una escena donde la santa llena con su presencia toda la composición . La paleta , todavía rica en colores brillantes, está aún más cercana al Veronés de la década de 1570 que al de finales de los 80, pero la tela transmite una gran sensación de tranquilidad gracias a la luz celestial que ilumina el bellísimo y sereno rostro de la santa. Comparamos ahora esta Magdalena con la que pintó el Veronés apenas unos años atrás , la Magdalena penitente de la National Gallery of Canada en Orawa, fechada por los especialistas hacía 1575-1577. Aquí el escenario es mucho más completo. La santa ocupa un plano mucho más alejado del espectador y ello ofrece al pintor la oportunidad de recrear un magnífico paisaje donde despliega su maestría en la gradación de colores. La Magdalena canadiense es de una espiritualidad mucho menos concentrada. El Veronés no ha renunciado aún a su gusto por lo narrativo y, frente al amplio haz luminoso de la
Magdalena madriñeña , aquí es un ángel en escorzo quien reconforta a la santa.



El énfasis puesto en el Santo Oficio en el decoro del tratamiento de los temas religiosos se aprecía en el cuadro del Museo del Prado en otro aspecto. La representación de la Magdalena penitente dio lugar durante el Renacimiento a un buen número de pinturas cuyo erotismo suscitó la censura de sectores ortodoxos para los que estas obras inducían más al deseo que a la contrición. La Magdalena del Prado se ajustaría bastante al decoro ahora exigido en la representación de los santos. La Magdalema lleva un suerte de manto sedoso que sólo deja al descubierto un hombro y parte de un pecho que cubre con manos y cabello, ocultando bastante más su anatomía que su homónima de Otawa






Mercedes Tamara
10-10-2014


Bibliografía : 1000 Obras Maestras de la Pintura , Edic Uffmann





miércoles, 8 de octubre de 2014

LA PUERTA DEL SOL ENRIQUE MARTÍNEZ CUBELLS

La Puerta del Sol
óleo sobre lienzo 75 x 96,5 cm
Colección Carmen Thyssen, Museo Thyssen, Málaga
Está rigurosamente documentado que el artista Enrique Martínez Cubells presentó un lienzo con el título La Puerta del Sol a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1904 junto a otras quince obras, entre ellas la tela titulada Trabajo, descanso, familia, por la que obtuvo medalla de primera clase. La Puerta del Sol figuró en el catálogo oficial del certamen con el número 769, de exactas medidas (75 x 96 cm) que este lienzo de la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza, adquirido en una sala de subastas de Madrid en 1998. La tela fue pintada dos años antes de ser presentada al certamen nacional, tal como indica la fecha inscrita en la parte derecha del lienzo.


El cuadro forma parte de una serie de vistas urbanas –poco conocidas– realizada al regreso de uno de sus muchos viajes por Europa entre 1901 y 1906. Refleja el espíritu cosmopolita que caracteriza la personalidad del artista y que hace patente, sobre todo, sus años europeos y la consagración de su forma de pintar más personal. Cabe destacar que el artista recorrió en tan sólo cinco años un camino que va del realismo pesimista de carácter social –tal como podemos reconocer en su obra Un accidente, mención de tercera clase en la Exposición Nacional de 1897– al paisaje urbano de dinámicas y ágiles pinceladas.


De esta obra existen dos versiones. Una, propiedad del Museo Municipal de Madrid1, adquirida a la viuda del pintor, Josefina Gargallo Moreno, en 1951; la otra, esta magnífica tela. En ambos casos el pintor inmortaliza la imagen de Madrid tras la inauguración de la electrificación de la línea del tranvía Sol-Serrano el 3 de octubre de 1898. A partir de aquel año, la imagen de la Plaza del Sol y alrededores cambió considerablemente. La ciudad en dirección a la carrera de San Jerónimo se plagó de cafés, convirtiéndose en el centro neurálgico de escritores, actores y artistas.


Sin embargo, fueron las escenas portuarias del Cantábrico y la Bretaña francesa las que durante años se convirtieron en la principal fuente de inspiración para Enrique Martínez Cubells, y por ellas fue conocido artísticamente. Los hombres y mujeres de aquellos lugares ofrecieron al artista ese carácter intimista que le permitió alejarse del pintoresquismo protagonista de la pintura madrileña y el luminismo de las escenas de playas levantinas, que popularizó como ningún otro Joaquín Sorolla y que gozaron de enorme estima en su tiempo.


También los contraluces y la luz del atardecer se convirtieron en señas de identidad de su obra, en rotunda oposición a ese luminismo. Enrique Martínez Cubells, conocedor del triunfo que en la Bienal de Venecia había obtenido desde 1895 la pintura alemana de connotaciones realistas-naturalistas y consciente del escaso interés que despertaban los melodramáticos cuadros de historia, al igual la pintura regionalista, se traslada en 1900 a Múnich y desde allí recorre el norte y centro de Europa, con el objeto de estudiar la técnica de aquellos creadores que él consideraba primordiales para la renovación artística.


Esta obra muestra el interés del artista, a sus 28 años, de superar las imposiciones que marcaban los círculos oficiales y centrar su estilo en otros aspectos pictóricos, como la luz y los cambios atmosféricos. No parece extraño que escogiera una visión lluviosa de la céntrica plaza madrileña envuelta bajo la luz de una tarde húmeda e invernal en clara similitud con su Plaza de Max-Joseph en Múnich. Ofreciendo una imagen muy europeizada de la ciudad española.


El Madrid de finales de siglo era una ciudad artísticamente muy conservadora. Por ello, a pesar de su audacia y modernidad, de ser un deleite para los ojos, la obra pasó desapercibida para el jurado de la Exposición Nacional de Bellas Artes. La Puerta del Sol rebosa elegancia y soltura, es un homenaje a la gran urbe, a la luz ambiental de la tarde, a las jugosas y trasparentes pinceladas.


El empeño constante, desde su juventud, de diferenciarse de la personalidad artística y modo de firmar de su padre, Salvador Martínez Cubells, le llevó a intercalar tres modos distintos de jugar con sus apellidos. La costumbre –según los envíos realizados a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1901– de firmar como «E.M. Ruiz», la podemos encontrar en la parte delantera de sus lienzos a partir de 1900, especialmente en los cuadros pintados en 1901 y 1902. Conducta que nos permite casar exactamente el modo de firmar del autor con la fecha en la que fue realizado este lienzo. A partir de 1903, justo antes de la Exposición Nacional de 1904, Enrique Martínez Cubells abandona ese modo de rubricar, que reconocemos en Puerta del Sol de la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza, por el que pasaría a convertirse en su definitivo apellido artístico, «E.M – Cubells Ruiz», tal como recoge el lienzo de la colección municipal de Madrid y que durante un período muy corto de tiempo alternó con «E.M. Cubells».


Por todo lo que precede, además de la evidente seguridad y madurez técnica que demuestra tener el autor en el momento de pintar el referido cuadro, hace pensar, en definitiva, que esta obra fue la presentada en 1904 por el artista Enrique Martínez Cubells a la Exposición Nacional.


Mercedes Tamara
8-10-2014


Bibliografía :Felisa Martínez Andrés , Museo Carmen Thyssen, Málaga

lunes, 6 de octubre de 2014

RONDA MANUEL GARCÍA RODRÍGUEZ

RONDA 1924


Ronda
óleo sobre lienzo 54 x 67 cm
Colección Carmen Thyssen, Museo Thyssen, Málaga


Desde sus primeros años de formación con el pintor sevillano José de la Vega (de la saga familiar de los hermanos De la Vega activos a mediados del siglo XIX), el pintor se centró en un arte de un realismo acendrado, inicialmente bajo la sugestión de la pintura de Fortuny y el costumbrismo local, para más tarde desarrollar un paisajismo de tono romántico que constituiría, junto con otros paisajistas pioneros como Sánchez-Perrier, el núcleo germinal del paisajismo de la Escuela de Alcalá de Guadaíra; sin duda, este un hito fundamental en la práctica de una pintura en relación con el paisaje y la naturaleza en Andalucía.

Con una abundantísima producción, la pintura de García Rodríguez a medida que fue avanzando estuvo más inclinada hacia lo artesanal con un carácter preciosista e ilustrativo, cultivando todo un amplísimo repertorio: desde los temas rurales y costumbristas urbanos, hasta la recogida de encuadres monumentales o anecdóticos en los que prevalece siempre lo pintoresco. Su reconocimiento, al menos a nivel nacional, llegaría en la Exposición Nacional del año 1890, en el que recibió una segunda medalla, idéntico galardón que también obtuvo Emilio Sánchez-Perrier por su obra Febrero. Este hecho marcaría un antes y un después del paisajismo andaluz a escala nacional, con una presencia clara del paisajismo sevillano a partir de este momento.

Precisamente de 1896 poseemos uno de los comentarios críticos acerca de la obra del pintor, debido al crítico Sedano, en donde se confirma como un artista cultivador del paisaje de composición con intencionados encuadres pintorescos adornados con grupos de tipos que animan y hacen más dinámicas las composiciones. Composiciones siempre ejecutadas con tacto y detalle, que tenían una demanda notable en los ambientes burgueses. De ahí la frecuencia de García Rodríguez en los mercados, no sólo de Madrid y Barcelona, ciudades que frecuentaría, sino también en el extranjero. Lo cual viene a considerar al pintor como un artista más, aunque de cierta calidad, que se sumaba a la lista de los pintores que abastecían a un grupo social que demandaba pinturas con «atributos turísticos», a los que se añadían algunos elementos históricos y pintorescos, en una continuidad que se remontaba a los primeros paisajistas románticos locales. Ya entonces el crítico le reprochaba su renuncia a la calidad de obras anteriores, alabadas en los años ochenta del siglo XIX, «cayendo en el amaneramiento de fotografiarse» y de utilizar prototipos pictóricos, repetidos en perfiles, aguas y celajes; reunidos en vistas panorámicas, combinando fragmentos que sirven para obras de menor formato. «Hoy García Rodríguez es sencillo, elegante, seductor, y sus lienzos no tienen nada de fantástico, son trozos arrancados a la naturaleza», pero «la imaginación artística parece fatigada».


No obstante, fue en los años de la segunda década del siglo XX cuando Manuel García Rodríguez logra alcanzar el mayor grado de difusión de su obra y fama personal, unas fechas que coincidieron con un momento de prosperidad económica en la España de los años en torno a la Gran Guerra; en los que el pintor parece ser el paradigma del cultivo del paisajismo sevillano, tras el fallecimiento de algunos de sus compañeros de generación, más afrancesados e internacionales.


De todos modos, el paisajismo local en sus posibles vertientes andaluzas ya había realizado nuevas incorporaciones y añadido otros puntos de vista, que irían entre lo castizo y tradicional pasando por lo historicista, o rasgos en los que se detectan incorporaciones de estéticas y sensibilidades modernistas, pasando por las proyecciones y adopción del lenguaje pictórico del impresionismo (aún muy lejos de la ortodoxia plástica y conceptual de este movimiento), pero en donde se asume una nueva valoración de lo pictórico y luminoso. Aspectos estos últimos que, en el caso de García Rodríguez, refrescaron algo su pintura. Ahora centrada en nuevos encuadres urbanos: como patios, calles, parques, riberas, mercados, compases y jardines. Así como ilustraciones de escenarios y parajes pintorescos adornados con elementos y tipos costumbristas, en los que la anécdota vendría a ser un elemento complementario del paisaje, siempre de referencia a lugares y ciudades de carácter. A este criterio, un tanto en la inercia de la pintura preciosista, responderían muchas de las ilustraciones enviadas a revistas ilustradas del momento: como La Ilustración Artística o las de entonces reciente creación, como Blanco y Negro y La Esfera.


Ya en los últimos años de producción, Manuel García Rodríguez repartirá su actividad entre Madrid y Sevilla, continuando el envío de obras al mercado argentino y americano en general a través del también pintor José Pinelo, colega desde los años pioneros en la Escuela de Alcalá. Concretamente en los años veinte, y desde los primeros años de la década del siglo XX, cultivó series dedicadas tanto al Alcázar de Sevilla, Sanlúcar o la costa y el puerto de Cádiz, así como algunos encuadres de Tánger y de pueblos y localidades especialmente pintorescas como Ronda.


Precisamente fechada el año anterior al fallecimiento del artista, la pintura que comentamos recoge un pintoresco encuadre del puente viejo (también popularmente llamado «Arco romano») en la histórica y evocadora ciudad de Ronda, en donde se sitúa el también denominado popularmente «sillón del rey moro», en el quiebro de la cuesta de acceso a la medina nazarí. La composición centra el Arco de Felipe V que salva el río Guadalevín en la zona donde se ubican los baños árabes de la localidad. Un cierto pintoresquismo turístico (sobre todo de los años previos de la Exposición Iberoamericana de 1929 y los presupuestos puestos en vigor por el marqués de Vega Inclán) parece impregnar la escena, en la que deambulan algunos personales locales con una reata de borricos y jaeces a lo morisca.


La pintura documenta el estado anterior a su última reconstrucción. Construida en el mismo lugar de la antigua puerta árabe que daba acceso a la ciudad vieja, situada en la parte alta amurallada. El encuadre elegido por el artista se sitúa en penumbra a la sombra del atardecer con luz oeste, visto desde la parte interior de la ciudad: de ahí que no se divise el escudo de los Borbones en el que se da cuenta de la fecha de construcción del arco. El vano emboca el puente, tras salvar la longitud del puente viejo que conecta con la parte de ciudad nueva que se perfila al fondo de la composición (hoy barrio de Padre Jesús con la iglesia de Santa Cecilia) a la plena luz de la serranía. Desde el puente viejo se accedía a la zona más antigua del denominado mercadillo (llamado así por ser el lugar por antonomasia donde se realizaban los tratos de ganado y se asentaban los tenderetes de los vendedores ambulantes), encontrándonos con una amplia calzada denominada como calle Real.


La posición de la figura femenina, a la izquierda del conjunto, desde donde divisaría los baños árabes (situados a la derecha del puente en la parte baja del pretil en el que se apoya) revela una actitud entre solitaria y melancólica ante la contemplación un paisaje que no podemos ver. Sin duda una figura que, por su atuendo urbano, en contraste con los rurales de los otros personajes en el lado opuesto, parece aludir a algún tipo de turista, que podría delatar el origen fotográfico de dicha composición.

Mercedes Tamara
6-10-2014

Bibliografía :Juan Fernández Lacomba, Museo Carmen Thyssen, Málaga